lunes, 1 de septiembre de 2014

Cien Minutos de Soledad

Una tarde soleada de un largo verano, en una de mis visitas, durante mis vacaciones de estudiante, en casa de mis padres me di a la tarea de cuidar a mi viejito amado, mi abuelito, quien cuando yo era una niña me dio todo su tiempo, su amor y nuestros juegos juntos, los cuales eran una extensión de mis amigos imaginarios, que yo descubría en las series de televisión. Siempre me tuvo un grande amor y una tremenda paciencia; entonces, por ello, para mi ahora no era ningún problema darle todo mi tiempo, un tiempo de calidad a mi papito querido. Creo que fueron unas vacaciones muy diferentes para alguien de mi edad, pero tambien fueron muy especiales por darme la oportunidad de devolverle a mi viejo un poco de mi tiempo. Si, pienso que él nunca escatimo el suyo para mi.

Un rechinido se escuchaba, uno fuerte y estridente, eran las ruedas de la silla de mi abuelito, una silla vieja echa de madera, como ver a una mecedora, pero muy cómoda pues, la llenábamos de almohadones para que él estuviera muy confortable. Con ella empuje la puerta que da al patio de mi casa, éste era enorme y al fondo un hermoso jardín lleno de rosas muy bien cuidadas por mi madre, en ese lugar se sentía un delicioso aroma, muy dulce, atrás del jardín una pequeña puerta que daba hacia un bosque; en ese bosque muchos arboles y una interminable vereda. 
Al salir de la casa, aunque ya sabía a donde llevarlo, siempre le preguntaba lo mismo.
_Abu, ¿a dónde quieres tomar el sol? Mi abu como cariñosamente le decía, levantaba con mucha dificultad a su brazo derecho, un brazo tembloroso y pesado, él con mucha dificultad me señalaba el lugar con su dedo indice, el cual ya estaba deforme debido a una inmisericorde artritis, el esfuerzo que mi abu hacia al levantar su brazo, se comparaba con el que haría un novato en su primer día de gym, tratando de levantar una pesa demasiado pesada para él. Así se veía, como su brazo se tardaba y le pesaba el levantarlo y su dedo tembloroso, por lo mismo: su vejes. Él me señalaba el jardín frente al bosque y para ahí lo llevaba, él no escuchaba el chillar de su silla, pero para mis oídos jóvenes, era una tortura. A la par nuestra; nuestra mascota, un perro cocker de manchas cafés y un blanco tan blanco como las nubes que se veían suspendidas en el cielo, el cual mi abu ya no podía apreciar, el perrito corría alrededor de la silla moviendo a su cola, como muestra de su felicidad, al llegar al lugar escogido por él, ahí lo dejaba y nuestra mascota se echaba sobre la verde y fresca grama junto a mi abu, antes de dejarlo por unos minutos a que tomara el sol, le colocaba el seguro y cuñas a sus ruedas para que no sufriera algún inesperado accidente.
_¿Aquí estas bien abu? Le preguntaba y luego le daba un beso en su frente, él me respondía, pero a penas si se le escuchaban sus palabras.
_Vuelvo por ti al ratito. Y, ahí se quedaba quietecito por unos minutos. 
Tanto mi madre como yo, no dejabamos de darle sus vistazos desde las ventanas de la casa, desde ahí observábamos cuando él sacaba a un viejo pañuelo y se lo colocaba frente a su boca, para tratar de disimular el esbozo de alguna picara sonrisa o para limpiar alguna lagrima que de sus ojos le brotaba y es que el estar allí durante unos minutos, él aprovechaba: ademas de recibir un buen baño de sol y de aire puro, el recibir de su cerebro, muchos recuerdos de cuando fue joven y muy feliz, su cerebro senil le transformaba aquel enorme bosque en una pantalla gigante e imaginaria en donde él se veía: siendo un niño y haciendo travesuras, era cuando él sonreía y tambien cuando veía a mi abuela llegar o cuando se veía con ella siendo jóvenes, caminando por la vereda de aquel lugar, simplemente caminando tomados de la mano.
El abu a veces platicaba con varias personas y reía, pero su mejor pensamiento o imagen, de su cerebro senil, era conversar con su amada esposa.
Desde mi lugar yo lo veía con nostalgia, recordando a ese hombre hermoso, fuerte, vigoroso, a quien el tiempo habia vencido. 
El hombre que sin dudarlo fue, mi primer grande y verdadero amor, mi novio de infancia, ahora echo todo un anciano, con un cuerpo que no era el suyo, un cuerpo pesado, arrugado, con movimientos involuntarios, con su cabeza completamente blanca, como de algodón, ahí sentado en su soledad. Viviendo sus últimos días, simplemente recordando tiempos perdidos que nunca volverán. En su cabeza, alguna mosca o algún mosquito, que aprovechaban el que ya no pudiera espantarlos. 
Me dolía mucho, ver a mi abu inmerso dentro de su mundo de soledad, con sus recuerdos haciéndolo revivir vidas ya pasadas.
_Mira al abu, como se ve ahí inmóvil, inmerso en otros mundos; en un mundo lleno de soledad...
_¡Que diferencia! a la de aquel hombre, quien era el alma de las reuniones familiares... _¿Recuerdas madre?
_¡Claro hija!  _¿Crees que no me duele verlo asi?  _Pero que se hace, asi es la vida. Le contestaba la señora a su hija, limpiando a sus ojos vidriosos.
_¡Mamá prométeme que cuando me regrese a estudiar tu seguirás llevándolo a ese lugar como yo lo hago ahora! Le pidió la hija a su madre, a punto de llorar.
_¡Claro hija, asi lo haré te lo prometo!
El abuelo, mientras, se veía con su esposa platicando de jóvenes, haciendo planes para lo que en ese momento era un futuro muy lejano, él disfrutaba reviviendo esas fechas y lamentando no haber podido hacer realidad a otras metas que de joven se propuso. 
Al paso de los minutos,  su nieta regresaba por él. Diciéndole: 
_¿Estas despierto abu? Él, solo levantaba a su tiesa cabeza, para verme a los ojos con una expresión de... ¡Qué bárbara! ¡Claro que estoy despierto!
_Es que ya terminaron tus cien minutos para tomar el sol y disfrutar de este bello paisaje y de éstos deliciosos aromas. Él, me respondía que sí, con unas difíciles señas con su pañuelo.
_¿Quieres que te entre ya?... _Que te lleve a tu cuarto... _No debemos abusar, pues te me puedes enfermar. El anciano estaba de acuerdo con su nieta y entonces el rechinido de las llantas se hacian escuchar de nuevo, despertando al perro, que de nuevo corría frente a ellos hacia adentro de su casa. Cada tarde, mi abu me esperaba ansioso para que lo llevara a ese mágico lugar a disfrutar de su tiempo; ese tiempo que para mi eran: sus cien minutos de soledad, pues ahí se quedaba completamente solitario con sus pensamientos, reviviendo tiempos inmemorables, era como volver a empezar para mi abu y si que lo disfrutaba, pues yo veía que se reía, siempre tapándose su boca pues de ella ya solo tenia sus encías, pues su dentadura se habia adelantado a algún lugar en el tiempo, lugar al cual, algún día todos iremos. Por otros largos ratos, como podía se colocaba el pañuelo sobre sus cansados ojos, para limpiarse la acuosidad que en ellos se formaban tal ves por el cansancio de sus viejos ojos o tal ves eran lagrimas por algún recuerdo perdido.

El verano termino y con él, mis vacaciones; fue duro despedirme de mi abu, pues vi en sus tristes y pesados ojos un adiós, el que siempre te dan los ancianos que saben que cada día vivido es un día ganado a la muerte. Yo le llene de besos su arrugada carita y él a la mía, nos despedimos con mucho dolor y muchas lagrimas. 
Ambos, en silencio pedimos poder vernos el próximo verano y disfrutarlo como habíamos disfrutado a éste. 
Mientras que el taxi me conducía a mi destino, él se quedo sentado en el umbral de nuestra puerta, con su vista puesta en el taxi, hasta que ya no lo vi mas.

A los meses, mi madre me llamo a la universidad y yo presentí que algo habia pasado, mi madre me dijo.
_¡Tu abu ya no necesitará más de sus cien minutos de soledad. _Él, por fin es un hombre libre otra vez.
Yo no pude contener mi llanto y ambas lloramos por ese gran hombre, un gran padre y el mejor de los abuelos... Mi primer gran enamoramiento. 
Luego mi madre me contó, que como siempre lo habia sacado a que tomara sus cien minutos de soledad, como yo le habia bautizado y cuando regreso para entrarlo, lo hallo (...) ella pensó que se habia quedado dormido, pero no, el abu habia muerto. En su rostro, una expresión de alivio, de alegría, pues seguramente mi abuela habia llegado por él y que sus manos encorvadas por la artritis; me contaba mi madre, habían desaparecido y sus manos eran perfectas... 
Así murió mi abuelo bello, tomando a sus cien minutos de soledad.

Efectivamente, la esposa del abuelo habia llegado a la hora precisa de su muerte, entonces, él se paro de su silla, le tomo la mano a su amada esposa y se fueron juntos, como en el pasado por la vereda que en el bosque existía, felices y sin ver para atrás. 
El único testigo mudo de ésto, fue la hermosa mascota quien nunca dejo de acompañarlo en esos sus cien minutos de soledad. De soledad para el mundo; porqué para él no fueron cien minutos de soledad... Fueron cien minutos de recuerdos hermosos.... 


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