lunes, 16 de febrero de 2015

El Pájaro y la Honda


En un pueblito de Oriente vivía la familia de un militar retirado, ellos tenían una pequeña finca, a las faldas de un volcán y muy cerca de una hermosa laguna, los ríos que alimentaban a esa laguna les servían como pegadillos en sus plantaciones. En uno de los lugares más hermosos de aquella finca, el militar construyó una hermosa casa, una muy acogedora, con todos los lujos para vivir en el campo por largas temporadas. 
Casi a diario, el militar tomaba su caballo de color canela, con largas crines, un alazán que solo lo podía montar él; cuentan en el pueblo, que era obsequio de un general, quien llegó a ser presidente de la república. Su esposa, quien era una fiel mujer y hacendosa en su hogar, de mano fuerte ante los caporales, pero muy dulce con sus hijos, entre los cuales, sobre salia el pequeño Arnaldo, un chico como de unos diez años de edad, muy consentido por el coronel, pero siempre corregido por su madre. 
Esa tarde, el coronel montó a su fiel amigo el alazán y le pidió a uno de sus caporales que le ensillara una yegua mansita pues, esa tarde le acompañaría al pueblo su pequeño hijo, algo fuera de lo normal pues, al coronel le gustaba ir al pueblo casi a diario, pero solo, y ahí, darle vuelo a la hilacha; pero esa tarde se llevó a su pequeño y travieso Arnaldo.
Ya en el pueblo, Arnaldo junto a su padre se divertía al ver como los niños del pueblo se abalanzaban contra el alazán de su señor padre. Cuentan, que los niños del pueblo esperaban al gallardo coronel todos los días, pues, éste al llegar al pequeño pueblo, el cual era fuente de mano de obra para el coronel, casi que él lo sostenía, pues el noventa por ciento de la población de una u otra manera trabajaban para él. Los niños, al verlo llegar, gritaban. _¡Allá viene el coronel! Y, como decía, se abalanzaban hacía el enorme caballo, el coronel al principio le tomaba muy bien las riendas para que no fuera a golpear a ningún niño, pero el alazán ya se había acostumbrado a la polvareda y gritería y a los golpes que éstos se daban contra el cuerpo del animal; luego, el coronel los calmaba y ellos se retiraban a un metro del animal, entonces el coronel se metía la mano a la bolsa de su pantalón y luego de extraer de él unas monedas, se las lanzaba a los chicos, quienes se trampolineaban contra el suelo, lleno de polvo, en busca de las monedas; ésto le causaba mucha gracia al coronel y reía hasta no poder. Arnaldo se sentía muy orgulloso de su padre y querido por los niños del pueblo, quienes lo atendían muy bien mientras su señor padre se iba a la cantina, lugar en donde pasaba largos ratos; mientras tanto, Arnaldo se divertía con los niños de su edad en el parque del pueblo y a veces en las casas de los aldeanos. 
Esa tarde, uno de los niños que se beneficiaba de las monedas del coronel invitó a su casa a Arnaldo y se fueron a ella, ya ahí, salió el padre del niño con sus manos en la espalda y enfrente de ambos niños se paró. El niño le dijo a Arnaldo.
- ¡Te dije que mi padre nos tiene una sorpresa! 
Arnaldo vió al empleados de su padre con cara de extrañeza, pues, ¿qué podría darle, que él no tendría ya?
- ¡Así es Arnaldo!, les hice algo, uno para tí y otro para mi´jo _sonrió el campesino y agregó_ 
- Pero, ¡por ningún motivo debe de enterarse tu madre que yo te lo dí! ¿De acuerdo? Arnaldo aún con la duda, aceptó la condición, luego el campesino le pidió a Arnaldo.
- Escoge, ¿cuál brazo quieres? Pues ambos los tenía en su espalda; Arnaldo eligió el izquierdo y de él, en su mano, apareció una honda, hecha de palo blanco, luego de la derecha sacó la otra, igual pero de un color más oscuro y se lo dió a su hijo. 
- ¡Ven Arnaldo! Gritó el niño, mientras corría con rumbo al río. Arnaldo, seguía observando a su primera arma, su primera responsabilidad, su primer secreto, pues, sabía que si se la veía su madre se la confiscaría y posiblemente lo reprendería y no digamos la que le esperaba al campesino.
- ¡¡Arnaldo!! Gritó el niño, quien lo esperaba con rumbo al río. Éste, le enseñó a Arnaldo el poder del juguete, Arnaldo quedó asombrado cuando vio como el niño y amigo, tenía una habilidad con el juguete e instrumento mortal, pues, en dónde él ponía el ojo, era el piedraso seguro; esa tarde, Arnaldo vió como murieron un par de garrobos, alimento para su familia.
Ya casi cayendo la tarde, se hicieron el coronel algo etílico, Arnaldo y su secreto, su arma secreta. 
En el camino los recibió con una bella luz, una luna llena, quien los veía y les enseñaba el camino; Arnaldo no se atrevía a verla pues, pareciera que la luna conociera su secreto y no quería ser descubierto por su padre pues, la luz lunar esa noche era muy fuerte.
Al día siguiente, Arnaldo se levantó muy temprano, algo que le llamó la atención a su madre que mientras el coronel desayunaba, ella lo interrogaba.
- ¿Dime qué le compraste a Arnaldo? ¡que por ello habrá madrugado al monte! El coronel con tremendo dolor de cabeza, le exigía a su esposa.
- ¡Nada mujer, deja de gritarme! Ella, con sonrisa a flor de piel. le respondía mientras levantaba los platos de la mesa.
- ¡Yo no te estoy gritando, jajaja! ¡Sinvergüenza, borracho, es la goma que cargas!
- ¡Déjame en paz y tráeme más agua fría! Y, ¡llénate el tecomate que voy al campo a ver a los muchachos!
- ¿A ver a los muchachos? ¡A ver a las hijas de los colonos iras! ¡Jeje, viejo rabo verde!
Mientras los esposos se amaban con sus sarcasmos, Arnaldo se encontraba muy cerca de la laguna, practicando con su honda. 
Con el pasar del tiempo, Arnaldo se convirtió en un experto para la honda y era de los que dónde ponía el ojo, seguramente atinaba.
- ¿Qué tienes ahí Arnaldo? Le gritó su madre. Éste, al verse descubierto no le quedó de otra más que enseñarle a su madre la honda; ella la arrebató de sus manos, exigiéndole que le dijera quien se la había regalado, pero el niño, fiel a su palabra no le dijo nada a su madre, quien se llevó consigo el artefacto, mientras que Arnaldo corría atrás de ella, pidiéndole que se la devolviera. 
Cuando llegaron a la casa de la finca, el coronel, quien ignoraba lo de la honda, pidió a gritos que le explicaran que estaba sucediendo, la señora le dijo muy enojada a su esposo.
- ¿Tú le has regalado esta porquería? 
- ¿Qué porquería? ¿de que hablas mujer? ¡cálmate! 
La señora le arrojó la honda sobre la mesa donde estaba el coronel, quien al verla se sintió muy orgulloso de su pequeño hijo, pues se trataba de un militar, amante de las armas y estrategias de guerra. La tomó en sus manos, se puso de pie y expresó.
- ¡Recuerdo cuando mi padre me dió la mía! ¡pobres de las aves! Dijo sonriente, mientras que la señora y su hijo lo veían ambos, esperaban una reacción diferente y, entonces agregó en tono militar. 
- ¡Arnaldo! éste sintió que el cuerpo quedó ahí parado, mientras que su espíritu corría con rumbo a la laguna, la señora, quien se encontraba con los brazos cruzados al igual que su seño, sonrió; para luego dar la vuelta e irse muy molesta al escuchar lo que su esposo expresó.
- ¡Dame una piedra! Cuando Arnaldo escuchó ésto, su cuerpo seguía en el lugar, pero sin moverse sin embargo, su espíritu quien ya iba lejos, al oír a su padre, regresó y de golpe entró en el pequeño cuerpo de Arnaldo, sacó una piedra de sus bolsas y se la dió a su comandante y jefe. Éste la tomó, la colocó en el pedazo de cuero, apunto y de uno de los arboles caía al suelo, sin vida, un desafortunado sanate.
- ¡Wao! ¡eres muy bueno padre! El viejo sonrió y muy orgulloso se acomodó los pantalones luego le devolvió la honda a su hijo y le ordeno que se fuera a divertir con el artefacto. El niño, ni lento ni perezoso recibió la orden y la obedeció, saliendo a la carrera con rumbo al monte, pero algo lo detuvo en el mismísimo lugar, era la mano de la madre, quien lo cogió del buche y lo arrastró hasta un lugar de la casa, mientras que el coronel regresaba a su hamaca.
- ¡Mirá patojo, ésto de matar animalitos no es bueno! Le dijo la madre con tono dulce, Arnaldo apeló, diciendo.
- Pero mi padre me dió permiso. La madre se encabritó, pero volvió a la cordura y le dijo ésto.
- Arnaldo, escucha muy bien ésta historia, que no pienso repetirla. Dijo la señora, en tono militar y agregó.
- Cuando alguien mata a un pajarito, un animalito inocente, un hijo de Dios, en ese instante muere un ser humano, muere una persona; así que, ¡si tú matas a una hermosa ave o a cualquier otra, en realidad estarás matando a una persona! así que, ¡en tus manos está la responsabilidad de que no mueran personas! Mientras le decía ésto, le colocó la honda en sus pequeñas manos al niño; éste con su rostro preocupado, preguntó a su madre.
- ¿Pero? ¿entonces de qué me sirve que me devuelvas la honda? ¡si no podré usarla! La madre lo consoló, cerrándole la mano con la honda y le dijo.
- Bueno, ¡puedes coloca las botellas de licor de tu padre y las quiebras!  _con la voz bajita agregó_ 
- ¡Mejor si están llenas! Y, sonrió.
El niño, muy desilusionado hizo caso a su madre y por meses no mató a un solo pájaro, sus objetivos; las botellas, nalgas de caballos pastando, garrobos que eran muy bien recibidos por su madre.
Por otro lado, el coronel, quien en sus idas al pueblo ademas de visitar las cantinas, veía a su viejo amigo y medico del pueblo, quien sin tantos exámenes, le diagnosticó hace mucho tiempo un cáncer; el militar no le prestó atención a ninguna recomendación de su amigo y medico, pero si le exigió silencio total y siguió con su vida machista hasta que el tiempo se le agotó y cayó en cama con tremendos dolores, por las noches, ya en sus últimos días con vida, mucha agente del pueblo lo velaban en vida, algo que ayudaba a la patrona y demás familia.
Una de tantas mañanas, como las últimas, cuando literalmente el coronel agonizaba, salió de su casa; Arnaldo, quien a su corta edad no entendía nada de lo que últimamente sucedía en su hogar, se le veía triste por su padre, pues recien se enteraba que su padre en cualquier momento moriría y se encontraba muy molesto, dentro de su ignorancia, con Dios, por que pronto le quitaría a su amado padre, con la honda en la bolsa y enojo en su cabeza, se alejó del bullicio de la casa, pues había quienes lloraban en vida al coronel. 
Se alejó para dejar de escuchar los lamentos y se topó con un pájaro de color amarillo y tonos naranjas, quien cantaba alegremente en la copas de los arboles, volando de uno a otro.
- ¡Maldito pájaro! ¿por qué disfrutas con mi dolor? ¡Tú cantas, mientras mi corazón llora por mi amado padre! Le gritó Arnaldo al hermoso pájaro cantor, quien lo veía con los movimientos típicos de las aves y luego continuaba con su hermoso canto. Arnaldo, ciego de cólera y con tremendo dolor en su corazón, extrajo una piedra de su pantalón y la colocó en la honda, luego apuntó. 
Era el momento de la verdad, el pájaro se paralizó y ambos se vieron a los ojos, por unos breves segundos, un escalofriante silencio, se apoderó del ambiente, preludio de la muerte. La mano de Arnaldo temblaba, mientras estiraba los hules, una lagrima le nacía en su lagrimal izquierdo, el ave, quien estuvo viéndole en silencio, como compadeciéndose de él, movió su pequeña cabeza y lo vió con el otro ojo, él seguía ahí, apuntando con movimientos sigilosos lo seguía con la mirilla que formaba la horquilla de la honda; el pájaro por más que quiso ya no seguir cantando, lo cual era su naturaleza, no pudo evitar entonar su mejor melodía; para ésto, la lagrima de Arnaldo iba a media mejía y cuando la melodía llegó a sus oídos, su mano soltó el pedazo de cuero, lugar del proyectil y éste salió con una velocidad como nunca antes y en cosa de micro segundos impactaba con la cabeza del pájaro cantor. Mientras el cadáver del ave caía hacía el suelo sin vida y Arnaldo limpia su mejía, el silencio de hace un rato, se interrumpió, cuando de la casa grande se escucharon los gritos de los ahí presentes. Alguien grito con desespero.
- ¡El coronel murió!! Esa frase llegó a los oídos  de Arnaldo, como habia llegado a la cabeza de la ave la piedra, en segundos entraron por su oído y Arnaldo cayó hincado sobre el suelo, llorando por su padre muerto, luego, levantó su cabeza y frente a él, la ave de colores amarillos y naranjas, de cuya cabeza salía sangre aun caliente. Justo en el momento en que sus ojos se encontraron de nuevo cadáver y Arnaldo, viéndose directamente a los ojos, unos llenos de lagrimas y los otros bañados en sangre inocente, a los oídos de Arnaldo llegaron unas palabras que para él resonaban en todo el enorme patio, como parlante de comprador de chatarra a media calle. 
 - ¡¡Cuando alguien mata a un pajarito, un animalito inocente, un hijo de Dios, en ese instante muere un ser humano, muere una persona!!
Arnaldo corrió hasta dónde se encontraba la ave muerta, la tomó entre sus manos, la acarició, la besó, la sopló, se hincó y pidió a Dios perdón y que le devolviera la vida a su padre y al ave. Arnaldo, lloró como nunca antes, dejó ahí en el suelo al arma asesina y se encaminó a la casa grande, con su cara completamente mojada por el llanto, repitiéndose mientras caminaba hasta donde lo espera su madre, desecha tambien por la muerte de su amado coronel. Arnaldo repetía.
- ¡Madre, maté a mi padre! Madre, ¡yo mate a mi padre! La señora vió a su hijo y al pájaro que llevaba entre sus manos y recordó tambien sus propias palabras correctivas, entonces, ella corrió y abrazó a su pequeño y desconsolado hijo, lo hundió entre sus brazos y su pecho lo acogió.
- ¡No hijo! ¡tú no mataste a tu padre!
- ¿Pero madre tú me contaste la historia?
- ¡Olvídate de la historia, hijito! ¡tú no mataste a tu padre!
- ¡¡Yo los maté madre!!
La señora tomó al ave y la colocó entre un trapo limpio y a la vista asombrada de todo el pueblo, junto a su pequeño Arnaldo, caminaron hasta el ataúd del coronel, el cual estaba cubierto con la bandera de la nación; ella, pidió a uno de los cadetes que le hacía guardia al ataúd, que quitara la bandera y que abrieran el ataúd y luego de ello, le dió el cadáver del pájaro a su hijo Arnaldo, quien lo depositó sobre el pecho de su amado padre.
- ¡Adiós papi, te lo dejo para que te acompañe y te cante las hermosas melodías que yo escuche! - ¡Vayan con Dios,  seguro que los quería juntos! Dijo el pequeño Arnaldo, luego besó la frente de su padre y los cadetes acomodaron todo en su lugar y ellos se colocaron en los suyos. 
Madre e hijo se retiraron de la capilla ardiente y se acomodaron no muy lejos, en silencio, luego se vieron a la cara y sonrieron, como sabiendo que habían hecho lo correcto y que no estaban solos, que uno se tenía al otro para protegerse y cuidarse.
- ¡Arnaldo! Le interrumpió su pequeño amiguito, cuyo padre les había regalado a cada quien una honda.
- ¡Ésto es tuyo! Le dijo, mostrándole la honda que había dejado en el patio abandonada. Arnaldo la recibió y se dirigió hasta la chimenea de la casa y al estar frente a ella, sin pensarlo, la arrojó entre las llamas que calentaban el lugar, pocos segundos después, caía entre las llamas la honda de su amigo, solidarizándose con Arnaldo, luego se abrazaron y volvieron junto a la madre de Arnaldo. 

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