martes, 9 de junio de 2015

Barquitos de Papel


- ¡¡Está lloviendo!! gritamos todos en la clase de cuarto grado de primaria, algo que a la maestra no le dió mucho agrado como nos lo dió a nosotros, la clase.
De inmediato la señorita maestra llamó a todos a la cordura, algo que era casi imposible pues, para nosotros eso era algo digno de celebrarlo con mucha algarabía.
- ¡Silencio! dijo la maestra abanicando las manos, como señal de bajen el volumen, pero nadie quiso acatar la orden y la algarabía en relajo se volvió. Pero entonces, la muy joven y guapa pero malvada maestra, porque si que era estricta; tomó su regla y con ella en mano y de pie, de nuevo gritó.

- ¡¡Si.len.cio!! Y cuando la temida regla contra el escritorio azotó, en ese preciso instante al unisono un trueno enorme en el cielo sonó. Nosotros casi nos ca..... pues, por un instante vimos en la maestra a una mujer vestida de negro con estrellitas en su sombrero y una enorme nariz de donde pendía una negra verruga reír como lo que nuestra imaginación nos enseñó. 
Todos caímos sobre nuestros pupitres y la niña Alejandrita empezó a llorar completamente asustada por lo que recien había acontecido, una visión colectiva, de niños que rondaban los diez o doce años.

Esa tarde llovió como si el diluvio hubiera llegado de nuevo, una tormenta eléctrica esa fué pues, los rayos y centellas no paraban y hasta sin energía eléctrica por un buen rato nos dejó, esto nos obligó a estar en reposo, recostados sobre las paletas de nuestros pupitres escuchando la tormenta azotar contra los vidrios, a los arboles del patio de al lado moverse, como queriendo salir huyendo del lugar antes de que uno de los rayos sobre ellos cayera y además de eso, teníamos que aguantar el llanto de Alejandrita, quien no paraba de llorar.

Por fin el agua menguó, quedando de aquel diluvio una cortina de agua, una pequeña llovizna, algo que de nuevo nos alegró, pero ésta vez la celebración simplemente se llevó a cabo con miradas y apagones de ojos entre nuestras camaradas. Ah y los sollozos de Alejandrita que por fin daba indicios de tranquilidad.

Por fin, el sonido añorado y por todos esperados, el timbre, que indicaba la hora de cambio de periodo, pero que ésta vez, todos sabíamos por nuestra larga experiencia, que ésta vez ese sagrado sonido significaba la hora de salida pues, por la tormenta siempre sucedía que nos dejaban salir temprano por orden de la directora del plantel.

Se escuchó en toda la escuela el desahogo de los residentes por las horas de silencio forzado, de las gargantas del estudiantado un estruendoso: ¡¡Aaaaahh!! que provocó que los pájaros que ya descansaban todos mojados en aquellos cobardes arboles, se elevaran en bandada, asustados por el sonido provocado por tal vez 500 almas desesperadas por salir de su encierro de horas.

Mientras que todos salíamos del recinto escolar como reces en estampida, la niña Alejandrita de la mano de su madre, quien tuvo que entrar hasta el aula a consolarla con el permiso de la directora.

En un santiamén la escuela vacía quedó, de nosotros ahí nada quedó, unos corrían para el norte, otros para el sur, mientras que otros para el este y el resto para el oeste. Mis dos amigos y yo sabíamos a donde ir. Claro que del noventa por ciento de los niños nadie salió directo de la escuela huyendo con dirección a sus casas a resguardarse de la llovizna o para hacer sus tareas, ¡no! todos sabíamos muy bien para donde nos dirigíamos; claro a excepción de Alejandrita quien a su casa directo con su madre de la mano se fué.  

Debo de contar, que el lugar en donde vivamos, la escuela me quedaba como a un par de kilómetros y entre ese par y mi hogar, habían varias áreas verdes y otras no tan verdes, más bien cafés, pero por el invierno que llegó ahora se veían negras y a uno de esos  lugares fue que nos dirigimos: Jorgito, Luisito y yo, en nuestras mentes solo una cosa. Pero para poder hacer realidad esa cosa, debíamos de aventurarnos a sucumbir entre aquellos lodazales y charcos, para poder llegar al lugar en donde el arco iris descansaba luego de una tormenta. Nos vimos a las caras, unas que brillaban de emoción y alegría yo fuí el primero en poner mis lustrados y ahora mojados zapatos sobre la tierra mojada y enlodada, luego mis amigos y así nuestra aventura dió inicio. 

Cuando a penas habíamos dado unos cuantos pasos sobre el terreno inundado y ahora fangoso nuestros zapatos se iban llenando de lodo, uno que a las suelas hacían ya no ser de medio centímetro, ahora eran como suelas de zapatos de hule, uno negro, muy negro, pero seguimos avanzando hasta nuestro objetivo; mientras más avanzábamos los zapatos iban creciendo en lodo hasta que en uno de mis pasos, cuando lo dí, mi pie desnudo sobre el lodo coloqué; ¡si! mi zapato pegado un paso atrás quedó, lo mismo le paso a Jorgito y a Luisito, nuestro calcetín se mojo al colocarlo sobre el suelo, quise regresar por mi  zapato atrapado y cuando el paso dí descalzo por completo quedé, ahora mis zapatos estaban pegados ambos a la distancia de dos pasos uno del otro, cuando mi bolsón puse en el suelo para recoger a uno de los zapatos, ésto era una misión casi imposible. 

Que fuerza maligna no le permitía a mi zapato despegarse del lodo; ¿será que el lodo comía zapatos y éstos eran en ese momento devorados por él? Los tres sentados sobre el lodo sintiendo la humedad apoderarse de nuestra ropa interior y tambien de nuestras nalgas, vaya de bacterias que entrarían e nuestros cuerpos, cosa que ignorábamos por completo; por fín rescaté a uno de mis zapatos y por el otro de rodillas me acerque y tambien ya con la maña sabida del suelo lo rescaté, entonces abrimos nuestras mochilas y adentro de ellas muy escondida pues, ella ya sabía de su tarea; la regla escondida entre los libros de literatura estaba, aunque ella no quería del bolsón salir yo fuí más fuerte y la obligué a salir de ahí pues, tenía un trabajo para ella y era limpiara del lodo pegajoso a la suela de mis zapatos, cosa que se lograba raspando el lodo con mi regla, una transparente lugar de rayitas y números, ahora de color café toda manchada y lastimada, pero mis zapatos listos para caminar otros cuantos metros más hasta nuevamente repetir ésto, algo que se repitió como diez veces hasta que por fin, llegamos al lugar añorado y al estar ahí debíamos de darnos prisa si queríamos alcanzar todavía luz de sol, quien se encontraba atrapado entre nubes amenazadoras de color gris y negro, pero vaya si era valiente el bello astro que no nos dejaba en completa oscuridad hasta que no cumpliera su horario diario. Cuando en el lugar estábamos, frente a nosotros, los sonidos se agolpaban en en nuestros oídos, llegamos y se escuchaba como las corrientes de aguas furiosas que en ese lugar del campo lo atravesaban,  eran como 25 metros hacia abajo, en donde se formaban por la erosión del aguacero unos caudalosos ríos de aguas oscuras y otras claras, dependiendo de lo caudaloso y la profundidad lograda por las aguas que buscaban llegar pronto al tragante más cercano y así unirse al resto de las corrientes con rumbo a los ríos aledaños en los barrancos que rodeaban a nuestra ciudad, nuestra colonia. 

De inmediato nos sentamos, ya que importaba si parecía que nos habíamos meado hace ratos, de nuevo abrimos nuestros bolsones y de ahí extrajimos el primer cuaderno que encontramos y con lujuria en nuestros ojos y apetito de vagabundo que tiene días sin probar bocado así devoramos las hojas de nuestro cuaderno desafortunado y nos dedicamos a hacer el mejor de los barquitos de papel, en nuestras mentes, unas tremendas naves que elevaban sus velas ansiosas de recibir el viento en ellas para ser empujados por las aguas endiabladas que producían tremendo sonido cuando colina abajo corrían, llevándose consigo lo que se les ponía enfrente y cuando se encontraban con alguna roca, olas se elevaban por los cielos, si que eran ríos caudalosos y a esas aguas infernales se tenían que enfrentar nuestros barquitos para lograr llegar al final, justo a la calle de abajo, que luego conducía a las aguas de la tormenta hacia un hambriento y solitario tragante de aguas pluviales, el cual era insuficiente, pues el agua al querer entrar en su boca formaba laberintos y olas pues el agujero que las tragaba era pequeño para tanta agua y ademas la basura por ellas arrastradas le taponaban la entrada haciendo un caos en la entrada de dicho tragante.

Ya terminados nuestros barcos de papel, buscábamos con desespero alguna rama larga para ayudarle a nuestro barco a no sucumbir en alguna trampa de aquellas fuertes corrientes. Con palo o rama en mano gritamos:
- ¡A la una... A las dos... y, A las tres! entonces los barquitos de papel blanco caían sobre la voraz y feroz corriente y nosotros corríamos por las orillas para ayudar a nuestros barcos a salir ilesos y así ganar aquella carrera mortal. 

Aquellos que hace un momento fueron tres grandes amigos, ahora eran tres intrépidos competidores, quienes no tendrían piedad alguna contra sus contrincantes con tal de ganar dicha carrera contra el tiempo y la muerte. 

Así eran las tardes de invierno, durante seis meses muchas carreras gané, otras mas las ganaron: Jorgito y Luisito.

¡Ah! ¿pero qué pasaba cuando llegábamos a nuestras casas? 
- ¡Jorgitoooooo!... ¡Luisitooooo!... ¡Sergitooooo!... Se escuchaba como truenos y centellas en nuestros hogares, luego los gritos continuaban: _ ¡Se quita esa ropa asquerosa y esos zapatos todos enlodados! ¡mira los calzoncillos, y esos brazos, y esas piernas! ¡Dios miooooo! 
Gritaban a nuestros padres: ¡Ven a ver a tu hijo! ¡mira esa cabeza con los pelos llenos de lodo! ¡al baño y luego a su cuarto, hoy no hay cena! 
Esos seis meses para mi madre eran horribles, pues a diario la misma cantaleta y claro los días subsiguientes a parte de escuchar lo que de memoria nos sabíamos por lo menos ya cenábamos, mientras mi madre casi moría de un infarto o un derrame cerebral debido a la cólera de ver a su hijo hecho una porquería, mi padre simplemente con sonrisa en boca repetía.
- ¡Déjalo es solo un niño, que un día con nostalgia recordará estos días! Eso decía mi padre con taza de café en mano y luego de verme con envidia, un apagón de ojos, como fiel compinche que eramos pues, seguramente alguna vez él recibió tremenda gritada de mi abuela, a lo que mi madre le decía:
- ¡Claro! ¡como no sos vos a la que se la lleva la chingada lavando esa porquería que trae en la ropa y esos zapatos que muy pronto ya no servirán! ¡cómprale unas botas de hule y además....
¡Bla, bla, bla, bla.................................!

- ¡¡Ufffff!!

                                    ¡El Fin! 





Del libro: "Historias de un adolescente tímido" de S. Raga.






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